Aquí donde me ves, nunca he roto un plato. Quizá algún vaso lleno de inquina que muy a mi pesar sacia la flor de loto que inerte fondea en el caldero hirviente que son mis entrañas. Desnudo camino por veredas y prados repletos de artemisas y amapolas, me desdoblo y vuelvo a ser yo, impugnado por el juicio de las noches sin luna, amargo y pausado (sin posos) como el primer trago de la mañana.
Decido que entre los canchales me llenaré de musgo los ojos, no tengo mas que darte, el liquen que amortigua mi caminar pega resbalones en los charcos de orina que anegan este solar. El que sube la cuesta, ya no soy yo. Son solo restos de un cuerpo que no quiere ser, y aun así se esmera en pulir los clavos que asoman por la trinchera.
El moral, tan desdoblado, no aguanta el peso de las estrellas. Quiere besar el suelo que calmaba mis aciagos días, ese suelo que de tan pisado, quiebra llantos milenarios que dormitan en el sardonal. Le veo allí sentado, cachava en mano, las piernas otrora firmes y seguras caminan devastadas por el peso del minutero, el mismo que me dicta sentencia cuando empieza a clarear.
Y zozobran los grumos de salitre por los surcos de su cara, iza las velas y amaina el temporal, ya no queda (casi) nada que le de sustento, a la cola del viento que arrastra su soledad…
